martes, 7 de marzo de 2017

El tercer hijo de un pueblo sin cielo.(8º)

Una vela en la ventana.

 
El alboroto venía del camino lateral de la casa. Un grupo de cuatro adolescentes, entre ellos, el hermano mayor del caminante, juntaban papeles y ramas con el mismo entusiasmo que se tiene en la celebración de la festividad en la noche de la hoguera de San Juan. Algo tramaban, parecían hormigas en la plenitud de su ajetreo. Corría el año 1982. Mundial de fútbol. Mascota, Naranjito.
El pequeño caminante los observaba de lejos, sentado en el tocón de un alcornoque, mientras escribía una narración para cumplir con la tarea de los odiados deberes que le mandaban de clase. Tenía una imaginación extrema, desbordada y creativa. Era fantástico como cuenta cuentos. Esta vez tendría que leer un relato breve real, delante de sus compañeros/as de curso. Algo que no le entusiasmaba, es que tuviese que hacer las cosas por la obligación de unas órdenes dictadas. Prefería contar las historias cuando el lo decidía. No así, de pie encima de una tarima, con una profesora que lo miraba a cada segundo para calificarlo, mas treinta compañeros de frente, observándolo callados, desde los pupitres, en la paranoia de la estancia del verde encerado. Además le daban puntos por eso. Era una actividad de evaluación. Ya lo habían metido en el coro también, para cantar canciones populares antiguas. Tradiciones para memorizar. Todo porque lo escucharon tatarear en el recreo, la canción del emigrante. No sabía la letra original en gallego, porque se la había escuchado cantar a su madre alguna vez en castellano. Sin darse cuenta, comenzó a vocear-la, en un brote clandestino de impetuosa alegría y excitación. Recordó la vergüenza que sentía en público y se rió. Allí estaba, más o menos, solo.

-“Una noche en el huerto del trigo, allá en el plácido brillo lunar…
Una amante lloraba sin tregua, el desdén de un ingrato galán.
Iba avergonzada y entre quejas decía… Ya en el mundo no tengo a nadie.
Voy a morir y no ven mis ojos… los ojos de mi dócil bien.
Y el lamento, repetía… Quién pudiese contigo volar...”-

Afiló el lápiz con una navaja, sacándole punta rápidamente.

- El salto del muerto.- Tituló el capítulo con voz melodiosa, mientras lo comenzó a escribir:

Cuando me sucedió lo primero que recuerdo en este tema. Tenía seis años de edad. Mi hermano, el que me lleva un año, estaba durmiendo en la cama gemela, cerca de la ventana. Yo dormía en la que estaba junto a la puerta, en una habitación cuadrada, de paredes pintadas de azul claro. Las dos camas, estaban separadas por una mesilla de noche y una alfombra en el suelo. A los pies, había un armario de madera, y a cada lado de este, en un extremo una pequeña butaca y en el otro una silla. El techo era de gruesas tablas barnizadas, de color castaño claro, con cientos de dibujos, que formaban caprichosas formas, en los espacios donde los nudos habían sido cortados con la sierra de la carpintería. Para un niño de mi edad, era un mundo fantástico donde ocurrían mil historias, mientras me quedaba dormido mirando al techo. La ventana era de dos hojas con el marco de madera, pintado de marrón, a juego con la puerta. Daba a un patio donde se tendía la ropa y a un pequeño huerto de frutales y plantas de jardín, como margaritas y rosas, cerrado por un muro de bloques de cemento, de un metro de alto, donde solía jugar a la pelota con mis vecinos.
Esa noche, mi madre pasó a darnos dos besos, bajó la persiana y apagó la luz. Mi hermano y yo empezamos a imaginarnos mundos, en la penumbra, mirando las tablas del techo, hasta que nos quedamos dormidos, entre susurros.
En mitad de la noche, me desperté y no podía moverme. No podía hablar ni gritar, no podía respirar de forma normal. Sentía un peso inmenso, que me oprimía el pecho y que me hundía en la pequeña cama con el colchón duro y el somier de hierro. Ahogándome. Mi cuerpo estaba paralizado y no atendía a los estímulos. Los brazos, las manos y las piernas, me pesaban como cien kilos cada uno. Un sonido muy agudo, comenzó en los oídos y terminó extendiéndose por toda la cabeza y la columna vertebral, en forma de escalofrío y calambre. Solo los ojos y la mente, estaban activos. Esa sensación de angustia duró varios minutos, hasta que en uno de los esfuerzos por moverme, conseguí girar la cabeza y mirar hacia la ventana, que tenía la persiana bajada y las dos hojas cerradas. Allí, observé que entre el espacio que quedaba de los cristales y la persiana exterior, unos diez centímetros, flotaba una llama de fuego, danzando en círculos y girando sobre si misma. Una llama de fuego, de unos treinta centímetros, como la de un mechero o una vela amplificadas. De color blanco, amarillo, rojo y azul. Su luminosidad llenaba la habitación y pude ver a mi hermano, como dormía, sin darse cuenta de lo que me estaba ocurriendo. Cerré los ojos y con otro gran esfuerzo, conseguí elevar mi voz hasta convertirla en un grito. Cuando volví a abrir los ojos, ya no estaba el fuego. Al poco, apareció mi madre, encendió la luz y me tranquilizó. Yo estaba sudando, no lloraba, pero tenía el alma estremecida. Todo se quedó, en que fue una pesadilla. Pero años después, sucedería otro episodio, quizás, mucho más aterrador, cuando…”

Dejó de escribir, en el mismo momento que escuchó la discusión a gritos, que tenían los jóvenes que seguían quemando lo que pillaban con un líquido inflamable. Se habían ensañado con una excavadora de plástico del segundo hermano, uno de sus juguetes favoritos. El dueño de la maqueta, intentaba apagar la pequeña hoguera pisando una y otra vez el fuego. Algo que se convirtió en una tarea inútil. Un destino final, fatal.

- Es pis de perro y no se puede apagar… jajaja.- Se burlaban de el, mientras lo rodeaban.

Uno de los chavales, el que tenía la botella con el líquido que llamaban “ mexo de can”, pero que en realidad era combustible fósil, dejó caer un chorro en el pie del niño desesperado. Todo se prendió al instante, en un fogonazo. El niño comenzó a correr dando gritos de miedo y alaridos de dolor. Girando sobre si mismo, saltaba en círculos. Las llamas le llegaban casi a la cintura. A manotazos intentaba apagar el incendio que cubría sus piernas, mientras lloraba frustrado, que nadie le ayudase. Los matones, se dedicaron a huir, uno por uno, en fila india, se fueron por el camino hacia el monte. Se escuchaban sus carcajadas, entre el crujir de las ramas secas que pisaban, en su rápida escapada. Creían que así, se librarían de cualquier bronca. Usarían la mentira para justificar que ellos no tenían nada que ver con lo que había sucedido. Pues allí, a esa hora, nunca habían estado. No vieron que alguien era testigo de toda la escena. Otro niño, que tan pronto vio lo que ocurría, dejó caer su libreta al suelo y echó a correr hacia su hermano para ayudarlo. Cuando llegó, apagó las llamas con un jersey que llevaba atado a la cintura. Agarró a su hermano y lo metió en casa. Avisó a su madre. Llenaron un barreño con agua y le metieron el pie, durante el tiempo que tardó en ser avisado y llegar un taxi. Su madre y su hermano se fueron para el hospital, en la capital, a cincuenta kilómetros de distancia. El pequeño recogió todo y salió de casa al camino. Esperó.

Pasada una hora, la pandilla de energúmenos regresó para averiguar si el pequeño caminante era un chivato. Lo que se encontraron, en mitad del camino, no se lo podían haber imaginado en sus vidas. Y no, el pequeño caminante no era un chivato. El hermano herido, ya se había encargado de relatarle todo a la madre. El caminante quería vengarse.

- Tenéis el cerebro del tamaño de un guisante seco. Entre todos no juntáis uno entero.- Les espetó el caminante cortándoles el paso.
- ¿Le dijiste a tu madre lo que pasó? ¡Capullo!- intentó amedrentarlo el líder de todos ellos, que le doblaba en tamaño y volumen.
- Por supuesto mamón.- El niño dió un paso hacia delante, asintiendo la mentira.
- Te voy a meter una hostia que te voy a poner la cara en la nuca… por chivato.- Se encolerizó el matón.
- Inténtalo gilipollas, te invito a hacerlo.- Con los ojos del lobo, atrapó su total atención.

El más grandullón avanzó y le propinó un puñetazo en la boca que lo tiró al suelo. Cuando fue a rematarlo con una patada, el niño se impulsó desde el suelo y saltó disparado como un cohete, dándole un cabezazo en el mentón, con tal fuerza, que el abusón cayó desmayado, con media lengua mordida y dos dientes rotos. Cuando le atacó el segundo adolescente, se agarró a su cuello y le mordió con tanta saña la cabeza, la nuca y las orejas, que lo hizo huir de dolor. Los otros dos chicos, uno era su hermano mayor, se quedaron quietos. Pasmados, al ver lo que acababa de ocurrir. Solo reaccionaron cuando vieron que las piedras empezaban a cortar el aire y a golpear sus cuerpos. Al unísono se marcharon corriendo hacia el monte, en la misma dirección que su compañero, el mordido. Se olvidaron por completo del jefe de la banda, que se quedó un buen rato allí tirado, en el camino, hasta que se despertó por su cuenta y se fue para su casa herido y llorando. Desde ese día llamarían al niño caminante “Sultán”. En honor a un perro que había sido muy conocido, en la comarca, por su fiereza. Desde ese día, se dieron cuenta, que el pequeño era una piedra. Una piedra, cuyas raíces de mineral, se incrustan en la profundidad del corazón de la tierra. Inamovible. Recio. Con el sentido común honesto.

Esa misma noche, volvieron del hospital. El segundo hijo, tenía el pie vendado con apósitos húmedos, y estaría con antibióticos, pomadas y tratamientos, durante muchos meses. Las quemaduras habían sido serias. Muchas inyecciones. Al final de todo, se curó muy bien. El cariño y los cuidados de la madre, fueron fundamentales. Todo quedaría en un mal recuerdo. Entre la familia, en aquellos tiempos, todo se perdonaba. Eran juegos de niños. El aprendizaje, a base del jarabe de palo, en los colegios, se mezclaría con el de la letra con la sangre entra. Silencio absoluto. Todo ocurría fuera de la protección del hogar y del amor de sus padres. La realidad se mezcla con brutales imputaciones en la sociedad. La realidad siempre golpea con mano dura. La prisión está ahí fuera. La lucha eterna de la consciencia contra la inconsciencia crea las leyes de la obediencia hacia el sentido común. Eso podría pensarse. La crueldad, estudia el enfrentamiento al miedo, constantemente. Sentirse solo es la nada y llenarse de uno mismo, es el todo. Morir por algo o vivir por nada. Lógica. Aprendiendo a respetar la igualdad en un mundo rico en diferencias y contrastes. La discreción, no se consigue jugando con las estrellas. Sospechas y manipulación. Realidades paralelas. Se reúnen los exploradores de pactos, sin responsabilidades ni tratos hacia un bienestar común y humanitario. Se prorroga el feudalismo. Dictaduras en un mundo lleno de libertades. Sobrevivir, jugando con la ilegalidad. Oposición de constituciones. Contrastes. Parece ser que los que mas hablan son los que no hacen nada. Leyes que desconectan. Planteamientos y proposiciones.

- Buenas noches, hermano, que duermas sin dolor.- Fueron las últimas palabras de ese día. La noche trajo el descanso del sueño y valiente el alma, se fue reponiendo. Durmieron.

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